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.De esta tarea torpe me sacó mi prima, sentada en la cama, diciendo: «¿Qué estás haciendo ahora?», nosé si se refería a la ocasión o a la hora.«Ven para acá» -y no supe si quería decir mi cama ola suya, mientras mira-ba esos labios que varias generaciones de mi familia, Infantes y Castros y Espinozas y Reynaldos, habían logradocomponer para formar la obra maestra de su boca ahora abierta.Sentí que tenía que ir hasta ella y al mismo tiemposabía que debía terminar mi cuento.De esta indecisión vino a sacarme un golpe de sangre mayor que los anterioresy tuve que levantarme a escupir lo que era una evidente hemorragia pero para mí parecía una hemoptisis chopiniana:entonces no conocía a Keats ni sabía de qué había muerto Chejov: mis referencias de muertos gloriosos vomitandosangre eran sólo imágenes del cine.El cuento quedó inconcluso y, para mi pesar momentáneo y alivio posterior, lavirginidad de mi prima permaneció intacta para su eventual matrimonio -regresaron mis padres.No sabía de qué cinevenían ellos que apenas saltan juntos y nunca regresaban a deshora.Solamente supe del tiempo porque mi madreexclamó: «¿Qué haces despierto a esta hora?».A lo que pude responder, sin mentir, sin acudir a falsas excusas y sininventar coartadas morales que salvaran el honor de la familia a la que estuve a punto de profanar su monumento:«Tengo una hemorragia».Mi madre, experta en muelas y migrañas, mal que he heredado de ella, inventó un remediocasero para restañar la sangre, pero seguí sangrando y todavía por la madrugada sangraba, ahora a borbotones.«Nova a quedar más remedio que lo lleves al dentista», sentenció mi madre que daba todas las órdenes en la casa y mipadre comenzó a vestirse para acompañarme a la consulta.Recorrimos las calles vacías, silenciosas y oscuras: eldentista vivía en San Nicolás pero no me explico por qué cogimos por tantas calles laterales -o sí me explico: mi padretenía el arte de Dédalo urbano de hacer de La Habana un laberinto de calles en zigzags.Costó trabajo despertar aldentista, que salió al balcón alarmado: ¿quién toca en mi puerta tan tarde en la noche? Al abrirnos negó la evidenciade una hemorragia diciendo que era solamente mi mente y a pesar de su cacofonía me sentí halagado de que alguienconfiriera poderes sobrenaturales a mi imaginación y dotarla así de la facultad de producir el efecto de que la sangreimaginaria manara real del hueco en que estuvo mi muela, llenara mi boca y me hiciera escupir a borbotones.Perocuando alumbró su consultorio vio que de veras tenía una hemorragia y sin alarmarse dijo: «La vamos a acabarenseguida», y canturreando (al revés de los pájaros y los tenores, los dentistas son capaces de cantar a cualquierhora) empezó a preparar un compuesto amargo que colocó en el hueco: «Polvo de tanino», explicó y taponeó todocon algodón.«Completo», determinó finalmente.No sé qué hice con el algodón y el polvo de tanino pero sí recuerdoque ya amaneciendo mi padre me llevó a una lechería de la calle San Lázaro, donde pidió un litro de leche y me hizotomarlo todo.(Fue una de las pocas veces que estuve cerca de mi padre desde que llegamos a La Habana, cuandocomencé a distanciarme por causas oscuras: tal vez fuera que crecía.) Luego me explicó: «Lava la sangre».Por unmomento creí que se refería a la sangre en mis venas, después pensé que era a la sangre de familia que hacía de miprima y yo uno, luego a la sangre de escritor que me había probado a mí mismo esa noche -pero quería decir sólo lasangre del hueco de la muela que me había tragado, vampiro autárquico.Ya había estado en todos los cuartos carnales (aun en el mío), en ocasiones hasta dos veces.Ahora todo pasaríaen la placita frente a nuestro cuarto.Fue allí que ocurrió una de las revelaciones sexuales sorprendentes de mi ado-lescencia, aunque no tuvo que ver conmigo: yo fui un mero espectador.El protagonista de este misterio a mediodíafue Rosendo Rey, que había sido durante años el apacible inquilino del último cuarto del piso, que estaba junto a losbaños, al que accedió después de Dominica y los suyos.Era el hombre más serio del solar y pasaba todos los díasde regreso de su trabajo (nunca determiné cuál era) caminando erguido, trajeado casi siempre de blanco o de beige,su sombrero blanco de falso jipijapa calado correctamente en ángulo recto.No tenía la apostura de don Domingo perotampoco su impostura, un falso hombre serio.Aventajaba al Dr.Neyra en que era más alto y no era un charlatán.Esmás, era parco, lacónico, casi hermético.Cuando un día se cayó frente a nuestro cuarto, su verticalidad devenida súbi-ta horizontalidad, en una caída aparatosa (que luego se mostraría como grave), cayendo a plomo al resbalar en elcemento húmedo (mi madre posiblemente habría llevado su manía de la limpieza, del baldeo, más allá de nuestrazona sanitaria) y se levantó sin una queja y caminó cojeando, todos los vecinos inmediatos testigos de su resbalón yestruendoso desplome lo sentimos mucho, más aún al saber luego que se había partido la rabadilla.Mi madre seinteresó por él siempre, tal vez un poco culpable, preguntándole a menudo cómo se sentía, y Rosendo Rey respondía48La habana para un infante difuntoGuillermo Cabrera Infantesiempre con su acento gallego que iba mejor, mostrando de paso su estoicismo español, ya que iba peor: la fracturadel cóccix se le complicó y tomó meses en sanar.Cuando yo era más muchacho y estaba con mis otros compañerosde juego alrededor de la fascinante luceta, suspendíamos la partida al verlo venir y casi siempre terminábamos ahí lacompetencia, ya que sabíamos que Rosendo Rey tenía que acostarse temprano pues se levantaba de madrugadapara ir a su trabajo.Su fama de hombre serio aumentó cuando pasó el tiempo y no se le vio nunca meter mujeres ensu cuarto, que debían ser necesariamente putas, pues Rosendo Rey ya no era joven y a pesar de su apostura dista-ba mucho de ser bien parecido: sólo su sonoro nombre era hermoso.Así mi sorpresa y la de todos los que fuimos tes-tigos (estaban mi madre sin duda, Dominica y tal vez Zenaida) fue mucho mayor al haber tenido él un historial deseriedad y, como decía mi madre, de perfecto caballero.Esa tarde regresó más temprano, casi al mediodía, y veníamal acompañado -inmediatamente detrás le seguía Diego.Ambos pasaron sin decir una palabra: Rosendo Rey nosaludó como hacía siempre, Diego, que no saludaba nunca, iba con una leve sonrisa en su cara que por un momen-to no supimos qué significaba.Rosendo Rey abrió su puerta y entró.Detrás de él pasó Diego y la puerta se cerró com-pletamente: Rosendo Rey no usaba cortina.La puerta estuvo cerrada un buen tiempo.Todos los que estábamos enel patio nos quedamos esperando, casi sabiendo lo que ocurría.Al rato, largo, la puerta se abrió y salió Diego solo (oacompañado por su sonrisa) y pasó contando ostentoso billetes en su mano, dos, tal vez tres, satisfecho como aquelque ha hecho una buena faena.Enseguida supimos qué había ido a hacer Diego en casa de Rosendo Rey, con quiennunca había tenido relación ni el menor contacto, encerrados los dos: Diego, además de chulo de Nena la Chiquita,era un bugarrón profesional.Consecuentemente, el respetable Rosendo Rey, con su seriedad, su empaque y hastasu porte de caballero español, se revelaba de pronto como maricón.No sé si lo fue siempre y hasta ahora había con-ducido su vida privada como coto callado o con la suficiente discreción para que nadie supiera su secreto sexual
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